domingo, 30 de marzo de 2008

Tarea del cuento casa tomada

Argumento: Casa tomada es la narración en primera persona de un sujeto que vive con su hermana, los dos solos en una casa antigua. Ellos heredaron esa casa que ha sido habitada por toda su familia en el pasado. Poco a poco a ellos les empiezan a tomar la casa, hasta que los sacan a la calle, espíritus o talvez otra cosa, quien sabe.

Conflicto: Toda la historia gira en torno a la casa: Nos gustaba la casa. Talvez fue la casa la que no nos dejo casarnos. Limpiábamos la casa. Tomaron la casa.

Secuencia:

Situación Inicial: Los dos vivían solos y tranquilos en toda la casa.

Proceso: Poco a poco se van dando cuenta que algo desconocido se ha apoderado de la casa.

Situación Final: Son sacados de la casa.

Oposición: El inicio de la historia es eufórico y por lo tanto termina disfórico.

Espacio: Toda la historia se desarrolla dentro de la casa.

Tiempo: El manejo del tiempo es pasado pues el sujeto narra lo que le paso.

Propuesta Ideológica: El discurso es izquierdista, pues se burla de dos burgueses que viven de una forma holgada en su casa, sin hacer nada productivo, sin pensar, y del dinero que les viene del campo, el cual cada vez es más que suficiente para su sostenimiento. Por no saber pensar (por la falta de hacerlo les dio atrofio mental) estos tontos burgueses son echados de su propia casa.

Casa tomada


Casa tomada

[Cuento Texto completo]
Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

domingo, 23 de marzo de 2008

domingo, 16 de marzo de 2008


Un cuento del viejo Cortázar



Conducta en los velorios
Julio Cortázar

No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.
En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia está en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado. Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de abotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ultimo adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.


FIN

domingo, 9 de marzo de 2008


A la izquierda del roble

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero el Jardín Botánico es un parque dormido en el que uno puede sentirse árbol o prójimosiempre y cuando se cumpla un requisito previo. Que la ciudad exista tranquilamente lejos.


El secreto es apoyarse digamos en un tronco y oír a través del aire que admite ruidos muertoscomo en Millán y Reyes galopan los tranvías.


No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero el Jardín Botánico siempre ha tenidouna agradable propensión a los sueños,a que los insectos suban por las piernasy la melancolía baje por los brazoshasta que uno cierra los puños y la atrapa.


Después de todo el secreto es mirar hacia arribay ver cómo las nubes se disputan las copasy ver cómo los nidos se disputan los pájaros.


No sé si alguna vez les ha pasado a ustedesah pero las parejas que huyen al Botánicoya desciendan de un taxi o bajen de una nubehablan por lo común de temas importantesy se miran fanáticamente a los ojoscomo si el amor fuera un brevísimo túnely ellos se contemplaran por dentro de ese amor.


Aquellos dos por ejemplo a la izquierda del roble(también podría llamarlo almendro o araucariagracias a mis lagunas sobre Pan y Linneo)hablan y por lo visto las palabrasse quedan conmovidas a mirarlosya que a mí no me llegan ni siquiera los ecos.


No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero es lindísimo imaginar qué dicensobre todo si él muerde una ramitay ella deja un zapato sobre el céspedsobre todo si él tiene los huesos tristes y ella quiere sonreír pero no puede.


Para mí que el muchacho está diciendolo que se dice a veces en el Jardín Botánico.


Ayer llegó el otoñoel sol de otoñoy me sentí felizcomo hace muchoqué linda estáste quieroen mi sueñode nochese escuchan las bocinasel viento sobre el mary sin embargo aquellotambién es el silenciomírame asíte quieroyo trabajo con ganashago númerosfichasdiscuto con cretinosme distraigo y blasfemodame tu manoahoraya lo sabéste quieropienso a veces en Diosbueno no tantas vecesno me gusta robarsu tiempoy además está lejosvos estás a mi ladoahora mismo estoy tristeestoy triste y te quieroya pasarán las horasla calle como un ríolos árboles que ayudanel cielolos amigosy qué suertete quierohace mucho era niñohace mucho y qué importael azar era simplecomo entrar en tus ojosdejame entrarte quieromenos mal que te quiero.


No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero puede ocurrir que de pronto uno adviertaque en realidad se trata de algo más desoladouno de esos amores de tántalo y azarque Dios no admite porque tiene celos.


Fíjense que él acusa con ternuray ella se apoya contra la cortezafíjense que él va tildando recuerdosy ella se consterna misteriosamente.


Para mí que el muchacho está diciendolo que se dice a veces en el Jardín Botánico.


Vos lo dijistenuestro amorfue desde siempre un niño muertosólo de a ratos parecíaque iba a vivirque iba a vencernospero los dos fuimos tan fuertesque lo dejamos sin su sangresin su futurosin su cieloun niño muertosólo esomaravilloso y condenadoquizá tuviera una sonrisacomo la tuyadulce y hondaquizá tuviera un alma tristecomo mi almapoca cosaquizá aprendiera con el tiempoa desplegarsea usar el mundopero los niños que así vienenmuertos de amormuertos de miedotienen tan grande el corazónque se destruyen sin saberlovos lo dijistenuestro amorfue desde siempre un niño muertoy qué verdad dura y sin sombraqué verdad fácil y qué penayo imaginaba que era un niñoy era tan sólo un niño muertoahora qué quedasólo quedamedir la fe y que recordemoslo que pudimos haber sidopara élque no pudo ser nuestroqué másacaso cuando llegueun veintitrés de abril y abismovos donde estésllévale floresque yo también iré contigo.


No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero el Jardín Botánico es un parque dormidoque sólo despierta con la lluvia.Ahora la última nube ha resuelto quedarsey nos está mojando como alegres mendigos.


El secreto está en correr con precaucionesa fin de no matar ningún escarabajoy no pisar los hongos que aprovechanpara nadar desesperadamente.


Sin prevenciones me doy vuelta y siguenaquellos dos a la izquierda del robleeternos y escondidos en la lluviadiciéndose quién sabe qué silencios.


No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero cuando la lluvia cae sobre el Botánicoaquí se quedan sólo los fantasmas.Ustedes pueden irse.

Yo me quedo.

domingo, 2 de marzo de 2008


POEMA 20... PUEDO ESCRIBIR LOS VERSOS MÁS TRISTES ESTA NOCHE...
Puedo escribir los versos más tristes está noche.Escribir, por ejemplo: «La noche esta estrellada,y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Este es el poema que más me ha gustado de los cuatro, me trae a la memoria noches de nostalgia, quién no se ha sentido alguna vez despedirse, no por el deseo, sino por la fuerza ajena. Considero que este es del tipo de poesía que broto del alma, y que fue escrito en el justo momento mientras surgía en el pensamiento.

POEMA 15... ME GUSTAS CUANDO CALLAS...
Me gustas cuando callas porque estás como ausente,y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.Parece que los ojos se te hubieran voladoy parece que un beso te cerrara la boca.
Como todas las cosas están llenas de mi almaemerges de las cosas, llena del alma mía.Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,y te pareces a la palabra melancolía;
Me gustas cuando callas y estás como distante.Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:déjame que me calle con el silencio tuyo.
Déjame que te hable también con tu silencioclaro como una lámpara, simple como un anillo.Eres como la noche, callada y constelada.Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.Distante y dolorosa como si hubieras muerto.Una palabra entonces, una sonrisa bastan.Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

En escala diría que es mi segundo favorito, Neruda habla sobre no necesitar escuchar para entender, que entender es querer, no estúpidamente, sino querer por conocimiento. No se necesita emitir palabra para querer.

POEMA 10... HEMOS PERDIDO AÚN ESTE CREPÚSCULO...
Hemos perdido aun este crepúsculo. Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas mientras la noche azul caía sobre el mundo.
He visto desde mi ventana la fiesta del poniente en los cerros lejanos.
A veces como una moneda se encendía un pedazo de sol entre mis manos.
Yo te recordaba con el alma apretada de esa tristeza que tú me conoces.
Entonces, dónde estabas? Entre qué gentes? Diciendo qué palabras? Por qué se me vendrá todo el amor de golpe cuando me siento triste, y te siento lejana?
Cayó el libro que siempre se toma en el crepúsculo, y como un perro herido rodó a mis pies mi capa.
Siempre, siempre te alejas en las tardes hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas.

Este fue el poema que menos me gusto del libro de 20 poemas de amor y una canción desesperada, siento que contiene muchos cliches; como ejemplo: Dónde estabas, entre que gentes, diciendo que palabras.

POEMA 05... PARA QUE TÚ ME OIGAS...
Para que tú me oigasmis palabrasse adelgazan a vecescomo las huellas de las gaviotas en las playas.
Collar, cascabel ebriopara tus manos suaves como las uvas.
Y las miro lejanas mis palabras.Más que mías son tuyas.Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.
Ellas trepan así por las paredes húmedas.Eres tú la culpable de este juego sangriento.
Ellas están huyendo de mi guarida oscura.Todo lo llenas tú, todo lo llenas.
Antes que tú poblaron la soledad que ocupas,y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.
Ahora quiero que digan lo que quiero decirtepara que tú las oigas como quiero que me oigas.
El viento de la angustia aún las suele arrastrar.Huracanes de sueños aún a veces las tumban
Escuchas otras voces en mi voz dolorida.Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme.Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.
Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.
Voy haciendo de todas un collar infinitopara tus blancas manos, suaves como las uvas.
Que bello es darle vida a las palabras, aquí Neruda juega con imágenes que dictan el movimiento y las acciones de sus palabras para que lleguen a los oídos de su amada. Me agrada mucho la estrofa final, si yo hiciera un collar de palabras a quien desee, siempre esa persona podría escuchar mis deseos.